Por qué no creo en Dios
Podríamos decir que me viene de la infancia. Mis padres, más que ateos, eran anticlericales, y tenían buenos motivos, así que desde bien pequeña he mamado el sentimiento anti-religioso. Vamos a ubicarnos por un momento en su situación. Mis padres nacieron en un pueblo, en los tiempos de la posguerra. Ellos no vieron en su infancia otra cosa a su alrededor que pobreza, hambre, miseria, miedo, y a unos señores de negro demasiado interesados en lo que se hablaba en casa sobre cuestiones políticas.
Cuando mi padre era sólo un niño, el cura del pueblo le pegaba porque se negaba a decirle lo que fuera que hubiera escuchado en casa. Ya sufrió que su abuelo fuera encarcelado por "rojo" y, aunque teniendo diez años no sabía nada de estos "colores", sí sabía que su padre podría correr la misma suerte, o incluso peor, y entonces, él y sus hermanos pasarían más hambre aún. Así que prefería soportar las hostias del cura (y no eran de repostería) antes que poner en peligro a su propio padre. Más o menos cuando mi padre tenía unos 17 años, nacía la octava (y última) hija de mis abuelos paternos. Aparte de eso, mi abuela ya había sufrido tres abortos naturales.
Mi madre también tiene siete hermanos. Tuvo que dejar el colegio con sólo 10 años para entrar de sirvienta en una casa o los más pequeños no tendrían qué comer. Preguntaba a su madre por qué no podía dejar de tener hijos y mi abuela, pobre, sólo podía decir "el señor lo quiere así". Mi madre se preguntaba quién era ese señor tan desalmado que había provocado que ella, una niña, estuviera sirviendo en una casa, en lugar de ir al colegio y jugar, como otras niñas de su edad.
Así, claro, el sentimiento que me contagiaron fue el anti-clerical. Yo no creía en esa cosa que otros llamaban "Dios" porque estaba muy enfadada con él: uno de sus portavoces en este mundo había pegado a mi padre con frecuencia y sin motivos, y ese Dios mismo había consentido la miseria de ambos. Incluso yo he visto con cierta cercanía el hambre en ellos, en mis padres. Recuerdo que había veces que no cenaban con mi hermano y conmigo. Nos decían que no nos preocupáramos, que ellos cenarían más tarde, que termináramos y nos fuéramos a dormir. Sin embargo, yo no dormía hasta que lo hacían ellos. Me quedaba despierta, atenta, vigilando el comedor en silencio. Nada. Mis padres no cenaban. Les oía lamentarse y preguntarse "cuándo saldremos de esto, los niños no se lo merecen".
Por tanto, yo odiaba a Dios. Pero no lo había razonado. Y es más, odiándole, de alguna manera le confería el estatus de existente.
Creo que esto es un matiz importante, porque de la misma manera que mis padres odiaban todo lo relacionado con la Iglesia, podía haber resultado todo lo contrario, podían haber sido unos creyentes devotos y, por tanto, haberme contagiado a mí de esa devoción, quedando todo, pues, en una cuestión de sentimientos y no de pensamiento.
No puedo evitar preguntarme hasta qué punto puede tener derecho un padre a inculcar una doctrina religiosa o anti-religiosa a sus hijos. En cualquiera de los dos casos, no se está razonando a los hijos por qué creer o por qué no creer, en un momento muy significativo de la infancia que es cuando nuestros padres son dioses para nosotros y lo que nos dicen es una verdad absoluta porque nos lo han dicho ellos. Cuando creemos ciegamente en lo que nos dicen nuestros padres. Y en ese momento en el que creemos ciegamente en ellos, porque somos pequeños, como no podemos valernos por nuestra cuenta para sobrevivir en el mundo real y les necesitamos, nos inoculan el veneno de la superstición. Cuando más débiles somos, cuando más expuestos estamos a los ataques de los depredadores de la razón.
La cuestión es que yo estaba muy enfadada con ese tal Dios y me rebelé contra él por partida doble estando en el colegio.
Mi primer acto rebelde fue llegando a la EGB, exigiendo mi derecho de recibir clases de ética. Claro, que como yo no llegaba a los seis años, y no conocía la palabra "derecho", lo que hice fue ofrecer una señora pataleta cuando me quisieron meter en clase de religión, negarme con todas mis fuerzas y pedir a mis padres que lo impidieran. Ya, ya, no es tan heroico, pero los niños, es lo que tienen. Se abrió el grupo de ética y, en contra de lo esperado, bastantes niños solicitaron el cambio. De la religión, a la ética.
Así, a nosotros nos hablaban de la convivencia, de ponernos en el lugar de los demás antes de hacerles o decirles algo, de las señales de tráfico (en serio), de los problemas que puede acarrear mentir, de si es conveniente ser siempre obediente o no, si nos hemos sentido culpables al hacer alguna travesura, si nos hemos arrepentido alguna vez de algo que hubiéramos dicho a nuestros padres, si creíamos que estaba bien matar o robar, y por qué.
A los niños del grupo de religión les metían miedo con las historias de un Dios bastante caprichoso que iba masacrando a los hombres según tuviera el día. Era inevitable que hubiera comentarios entre grupos donde nos contábamos de qué iban nuestras clases. A mí me daban miedo las historias que les contaban (y me siguen pareciendo de terror sádico) y me sentía feliz de poder hablar de temás más mundanos. Además, yo recordaba de un libro que teníamos en casa, que esa historia de que la Tierra fue creada en seis días no constaba. Más bien, hablaban de una posible gran explosión, y que a partir de ella, se fueron formando las estrellas y los planetas, que giraban alrededor de éstas, siendo nuestro puntito azul uno más entre miles de millones. Por otra parte, también nos contaban que les habían dicho que el hombre y la mujer fueron creados por Dios a partir de barro y una costilla, respectivamente, y nuevamente en este libro yo había leído de una evolución gradual, que me parecía mucho más lógico porque, a fin de cuentas, si estábamos hechos de barro, al doblar un brazo se nos podría romper.
Hubo un flujo importante de alumnos del grupo de religión al grupo de ética tras este intercambio, quedando, al final, en el de religión, aquellos niños cuyos padres no les permitían ir a la clase de ética. Se acabaron acostumbrando a escuchar (¡y examinarse de!) historias de terror.
Por otra parte, tuve acceso a una "Enciclopedia Álvarez" de tercer grado (la de mi padre), y ahí me encontré con un primer bloque llamado "Historia Sagrada", donde pude documentarme por mi cuenta. Aquellas historias de terror daban aún más miedo cuando las tenías delante que cuando te las contaban.
El tiempo pasaba y llegó la hora de hacer la Primera Comunión. Yo me negué a hacerla. Ese fue mi segundo acto de rebeldía. Sabía del coste económico y del impacto que eso supondría en las frecuencias de las cenas de mis padres, pero aún así, mi madre me dijo "si quieres hacerla sólo por los regalos, dínoslo, y te compraremos algo a cambio de que no la hagas, pero si de verdad crees en Dios, entonces haremos el esfuerzo". Era una decisión bastante importante para una niña de ocho años. Entonces, me preguntaba, "¿pero qué es Dios?". ¿Era ese señor con barba que permitía que mis padres pasaran hambre? Entonces no se merecía que yo le rindiera pleitesía. ¿Era ese señor con barba que masacraba gente de manera caprichosa, según había leído en la "Enciclopedia Álvarez"? Entonces él mismo incumplía sus mandamientos y no era alguien de fiar. ¿Era ese señor que decían que había creado el mundo en seis días, cuando yo sabía de un proceso de millones de años? Entonces alguien me estaba mintiendo. Y en clase de ética habíamos hablado del mal que hacen las mentiras. Si a ese señor que llamaban Dios no le gustaban las mentiras, entonces él no podía ser cierto, porque las historias que contaban de él eran mentira.
Con lo cual, quedó resuelta mi decisión: no podía creer en un señor al que llaman todopoderoso y creador del mundo, amoroso de su creación, cuando conozco otra versión de los hechos, compruebo que él mismo mata personas, contradiciendo sus mandamientos, y permite que la gente, mis padres y mis abuelos, entre otros, pasen hambre. No. Y no hice la Primera Comunión.
Esto no implica que fuera escéptica con respecto a otras supercherías. De hecho, me tragué por pares otra serie de supersticiones que venían a cubrir el vacío que provoca la desolación que se siente cuando te ves, por las buenas, en un mundo cruel e injusto, donde te preguntas qué has hecho para ser pobre y no tener oportunidad de comer ternera (fue un lujo que probé por primera vez ya con 14 años) , para tener una salud muy quebradiza (dos veces estuve a punto de morirme), un mundo donde los miserables campan a sus anchas engañando y robando a los demás, y donde cada avance para que el ser humano viva mejor ha costado mucha sangre.
Ideas como la reencarnación y "el karma", donde lo que te pasa en tu vida actual es consecuencia de lo que has hecho en vidas anteriores tenía cierto sentido. Al contrario que con la religión, contra estas ideas no tenía defensas pues mis padres las aceptaban. Y yo creía a mis padres. Todo encajaba. Fue complejo quitarme de encima estas y otras creencias irracionales. Pero de eso no voy a hablar ahora.
Desde mi primer "no" razonado a Dios, he seguido dándole vueltas al asunto. Perfilando mi postura, según mi edad avanzaba y tenía en mis manos mejores herramientas para pensar.
Hubo un momento en el que dudé de mi "no".
Yo tenía 11 años, estaba de vacaciones en el pueblo, y unas niñas de allí me decían que aún estaba a tiempo de hacer la Primera Comunión, que Dios era amor, y que él sabría recompensarme si me convertía. Me dejaron unos libros donde no aparecían las atrocidades que conocía, sino que este dios parecía "otra persona". "Dios es amor", "Dios es comprensión", "Dios es bondad", "Dios nos ama sobre todas las cosas"... Aquello me cogía en un momento bajo y necesitaba de algo así. Leía sobre eso e, incluso, aprendí a rezar (¡confesión en exclusiva para todos mis lectores!). Y a las dos semanas, jugando, caí y me rompí un tobillo. ¿Pero qué tomadura de pelo es esta? ¿Pero qué clase de dios consiente que alguien que reza para él se rompa un hueso y sufra ese dolor tan terrible? Nuevamente, pensé: "Si Dios es amor, Dios no existe, porque amar a una creación no es consentir que sufra, pues él, omnipresente y omnipotente, tiene medios de sobra para evitarlo. Si no lo evita, entonces, o no es amor, o no es omnipresente, o no es omnipotente, y en ese caso, no existe tal dios".
Las niñas que me habían insistido para convertirme, al ver mi nuevo "giro al no", se enfadaron y me dijeron que ardería en el infierno por no creer en Dios. Bonita manera de darme la razón: ¿que no era "amor"?
Al regresar al colegio, la asignatura de historia tocó unos temas bastante oportunos, después de todo lo que yo ya había pensado sobre el asunto de "Dios": guerras cuyo motor era la religión, la existencia de varios dioses (apareció Alá; los griegos nos fueron explicados más como una suerte de leyendas que como algo que motivara pasiones semejantes a las que empezaba a ver en los libros), y la Santa Inquisición. Válgame Dios, y nunca mejor dicho.
Ahí fue cuando empecé a pensar si esa idea de un dios no era más bien un arma empleada para manipular a la gente. Con 11 y 12 años ya puedes plantearte esas cuestiones. Me resultaba harto sospechoso el empeño de unos pocos por hacer creer a la gente y someterla a un modo de "pensar", condenando con tortura y muerte a cualquiera, no ya que no creyera, sino que sospecharan que no creyera, o que tuviera ideas en contra de la religión e incluso que simplemente las matizara.
De hecho, observé una cosa: yo no trataba de convencer a nadie de que no creyera, pero algunos de los que sí creían, no me dejaban en paz para que sí creyera.
Con el tiempo, he visto también que no hay acuerdo en lo que significa "dios". Unos siguen al pie de la letra lo que dice la Biblia, otros lo entienden como un "dios personal", otros hablan de "amor", otros de extraterrestres hermanos galácticos... y todos le llaman igual: Dios. Por tanto, si no hay primero un acuerdo global sobre qué significa "dios" (como sí lo hay en cuanto a qué significa "fuerza", "masa" o "tiempo"), no puedo pronunciarme sobre esa cuestión. Se diría, pues, que soy agnóstica. Pero esto sólo es en la teoría. Quiero decir, en el mundo de las ideas. En la práctica soy atea, puesto que no necesito de dios alguno para vivir. Si soy buena o mala, lo soy porque quiero, no porque nadie me lo mande, porque espere recompensa o porque quiera evitar algún castigo tras la muerte. Sinceramente, me parece cobarde actuar "bien" únicamente por temor a que nos castiguen una vez muertos. Prefiero actuar bien porque me nace hacerlo. Y si actúo mal, como siempre doy la cara, ya sabeis dónde estoy para exigirme responsabilidades. Esas que los creyentes eluden, en la confianza de que "su dios" (sea lo que sea) les perdonará.
Más o menos, estos son, pues, mis motivos. ¿Hay alguno por el que debería creer?
Fuente:
Blog Locomundo: Por qué no creo en Dios